this is the most heavenly food to ever graze my lips. i write letter show love.
Hay comidas que llenan el estómago, y luego hay comidas que llenan el alma—esta noche, tuve la dicha de probar lo segundo.
El elote llegó primero, una corona dorada de dulzura asada, cada grano explotando como pequeños soles sostenidos por el susurro de hojas besadas por el fuego. Un sinfín de sabores danzaban en mi lengua—el encanto ahumado de las brasas, la seda de la mantequilla, el beso salado del cotija. Un chorro de limón mandó un escalofrío a través del plato, una melodía cítrica brillando entre la lenta y sensual armonía del chile en polvo y la crema. Cada bocado era una revelación, un recordatorio de que algo tan simple como el maíz puede volverse sagrado cuando pasa por las manos de quienes entienden su poder.
Y luego, los tacos.
Las tortillas—suaves como un suspiro, cálidas como un abrazo—acogían el pollo, que había sido llevado a la ternura absoluta gracias a la alquimia del tiempo y las especias. La carne, jugosa y profunda, guardaba los secretos de la parrilla, ecos ahumados de leña y brasas susurrando entre sus fibras. Había sido bañada en un adobo que contaba historias de huertas de cítricos y mercados de especias, de manos que prensaron, molieron y vertieron su devoción en cada gota. Con cada mordida, los sabores bailaban, un vals lento y seductor de calor y acidez, de comino terroso y el golpe fresco del cilantro, del abrazo fuerte del ajo y la dulzura sutil de la cebolla. Un toque de salsa—ardiente, atrevida, embriagadora—encendía chispas en mi paladar, un recordatorio de que la comida, en su máxima expresión, no solo se prueba, sino que se siente. Cerré los ojos. El mundo desapareció. Solo quedaban el calor, la dulzura, la sal, el humo—la sensación de algo antiguo y sagrado desplegándose en mi boca. Esto no era solo alimento. Era poesía escrita con fuego y especias, con maíz y cítricos, con manos que honran el ritual sagrado del sustento. Y al terminar, una lágrima amenazó con caer—no solo por la comida, sino por la naturaleza efímera de la belleza misma. Porque algo tan perfecto no puede durar. Solo puede experimentarse, entregarse a él y recordarse con esa nostalgia silenciosa que se queda en el alma mucho después de que el último bocado se ha ido.